UN PASEO CAMPESTRE
Jesús Fructuoso López

- A T R Á S

I

Lo dicho, dicho: Pepe Rodadilllo es el genio más alegre de la ciudad, ¡lo que inventa…! Un paseo en burros tiene más de prosaico que de poético. ¡Viva el buen humor!-
-Amigos míos, a la salud de Pepe apechugo este vaso de colonche.
-¡Viva el vino escarlata!
-La aurora comienza a verse y lo doctores no aparecen; los estarán aparejando.
-Óyeme, tú, Quirino clarinete, ¡convidaste al tío Sancho y su esposa?
-Vendrán. Tendremos un día muy agradable en tan amable compañía.
-Pepe Simetría se pondrá como unas pascuas si viene la jovencita.
-Tinoco, Hombre, tenga usted sus árguenas: no las olvide usted.
-Aquí están las botellas de mezcal.
-Yo traigo las cuatro libras de queso.
-¡Uy! ¡Uy! ¡Uy! –Ya rebuznan los Senadores, aquí los tenemos ya.
-Arreeee! ¡Cho, cho, animal!-
-Julían, apriétame el burro tordillo.
-La burra mascarilla es para mi prima: yo se lo enlistoné
-Primo, usted trata de mortificarme.
-¡Hombres, hombres! No hay que subir a las señoras en las burras, una caída puede ser funesta.
-Iremos más divertidas.
-¿Qué? ¿Las burras? Que les suba mi abuela.
-¡Cho! ¡Cho! Niños aquia dir el bastimento o el mestro de larpa porques medio retobao el andante.

Tal es la algarabía de multitud de jóvenes de los tres sexos que se preparan para partir. Todos buscaban esos placeres que proporciona el campo, y que tanto desean los que habitan en ciudades populosas.

¿Qué atractivos pueden traer esos paseos en burro que tanto alborotan a los jóvenes y jovencitas? Para el hombre grave pasó la edad de las ilusiones, y mira con desdén todos aquellos actos pueriles que no están en relación con su interés, los invitadores, los que inventan juegos y bromas, son los que despiertan recuerdos juveniles a los viejos acompañantes, y son los promotores de la fiesta.

La caravana se pudo en marcha hacia el punto designado; los músicos se hacían los tristes para que les dieran el primer toque de la diana, y alentar su espíritu filarmónico, lo cual, notado por Pepe Rodabillo, Los llamó al orden con energía.
-Maestrito, cuélguese el arpa al pescuezo, y ponga las patitas en el burro para nos eche una sonata.

Al fin los músicos preludiaron sus instrumentos, y en coro se canto “La golondrina”. Don Zeferino Pantoja, hombre serio por naturaleza, echó una cana al aire, y tomó parte en el vocal concierto. Él era la persona más grave de los circunstantes y quien debía guardar el orden. A pesar de su carácter circunspecto cabalgaba en burro, y rehusó el coche, por alentarse con las muchachas: sus pantalones estrechos y con trabillas denunciaba los enjuntos y descarnados zancarrones de sus piernas que mantenía tiesas como garrochas, imagen perfecta del jinete del Clavileño: vestía un levitón gris que de pie le llegaba a los talones y una camisa más blanca que la leche, con cuello descomunal y parado, cuyos bordes tocaban las orejas; un corbatín más tieso que alcalde nuevo, lo mantenía como si hubiera tragado el asador. La frente comenzaba desde la mitad de la cabeza, las cejas largas, tiesas y canosas, formaban dos arcos planos sobre las dos cavernas de sus hundidos ojos. La naturaleza fue pródiga en dotarle de un palmo de narices cuya punta era vecina de la de su barba, por la carencia absoluta de sus muelas y dientes. Este buen señor fue el encargado de hacer el papel de policía y de guardar el orden, especialmente con cuatro muchachas traviesas y de buen humor, capaces de sacarle canas verdes.

Doña Purificación, abuela respetable, tomó su lugar en la burral comitiva; sus cincuenta y cinco inviernos dejaban emblanquecida su cabeza, pero el hielo no había penetrado al alma; conservaba el vigor de los quince abriles, la alegría inagotable que inspiran los bailes y paseos.
-Las mujeres tenemos dos épocas para gozar del mundo; cuando somos muchachas por nosotros mismas, y cuando somos viejas, por interés d nuestras hijas- decía doña maría de la Purificación. Bailaba boleras con palillos y cantaba la Colasa y la zandunga con aire de manola; cuando se le pedía con insistencia no se hacía del rogar. Sus amigos la distinguían en su estimación por su carácter expansivo que de nada se escandalizaba: padecía frecuentes cólicos biliosos, y traía pendiente de un cordón la ampolleta de su medicina, que era una ánfora rellena de tequila y estaba prevenida para curar un desmayo: como era afecta a las libaciones apechugaba de cuando en cuando un pisco-labis. Su cuerpo era cenceño y diminuto, y tenía taco (donaire) para bailar un solo en las cuadrillas o el paso húngaro de punta y talón. Su pelo entre canoso y negro, formaba un nudo o molote en la parte alta y trasera de su cabeza: los hombros, pecho y espalda se cubrían con un abrigo de seda, y lo ostentaba con orgullo porque era una mascada de pescuezo que le dio su padre espiritual: Confesión de parte… -Y luego se nos repetirá la inscripción de la orden de la Jarretera -“¡Maldito sea quien piense mal!” que traducido al español dice: “ un pañuelo de seda para el cuello que le regalo su confesor”.

El sol nos heria con sus primeros rayos; cerca estaba ya el término final de nuestro destino: tomaba creces nuestra alegría, y las señoritas montadas con gentileza, emprendían ejercicios burrestres por lucir sus facultades equilibrísticas, llamaban en su auxilio a su “fastidio” para no caer si asno trotaba o variaba de sendero.. Para que no faltara en esta fiesta el sainete, tropezó un jumento y dio en tierra la amazona más varonil; la ropa, esponjada por el guarda infante, mostró dos perniles aforrados con medias escocesas blanquísimas que contorneaban un par de pantorrillas envidiadas por la más perfecta bailarina. La femenil comitiva se asusta y escandaliza, cierra los ojos, lanzando la terrorífica exclamación de ¡Jesús! La indiscreta crinolina hizo de las suyas, pero el mal lo reparan todas las señoritas ocurriendo en su auxilio; la miman, la consuelan, mostrando pesadumbres; pero conteniendo una malévola carcajada: doña Purificación le ofrecía un trago. Faltaban brazos; sobraban piernas, como decía Bretón. – No se le vio más que una pantorrilla, dijo doña Purificación, sin que nadie de lo preguntara. -Nada más- dijeron todos con maliciosa sonrisa.

La paciente, informada por sus amigas, se cubría la cabeza; las señoras se hacían señas de inteligencia que ninguno de nosotros comprendía. El maestro de la flauta no tocaba, porque del susto le asaltó una risa nerviosa que le impedía encontrar la embocadura. A pesar de ser tuerto, era el que más había visto de cerca la fatal desgracia.

II

Desde ese momento cambió la escena: doña Purificación Mancilla nos invito a rezar la Magnificat, oración la más adecuada a las circunstancias, para dar gracias a quien corresponda por el beneficio tan grande de que no fue de graves trascendencias la caída. Solo don Zaferino estaba sereno y santiguándose.

Distinguimos unos árboles frondosos, y los perros vinieron a hacernos fiestas.
-¡Cho! ¡Cho! Niños apiense sus mercedes que estés la calle del Ojocaliente de la Cantera- . Lo que en castellano se traduce así. Estamos ya en la calle que conduce a la fuente termal de la hacienda de la Cantera.

Las señoras inventaban distintos medios para distraerse, y a éste imponían sus caprichos con seductor imperio. Una interesante Manuela que animaba la reunión, una zalamera Chole que vencía todas las dificultades combinaron los modos más ingeniosos de formar columpios y tirar al blanco con la pistola; el miedo a las detonaciones había desaparecido y animaba a todas un espíritu varonil. Don Zeferino era ajonjolí de todos los platillos, y quien satisfacía los antojos: las niñas habían poetizado si prosaico nombre; le llamaban Zéfiro porque la pronunciación era más sonora y más fácil a la vez.

Don Zéferino daba tirantez a los cordeles de los columpios precaviendo una desgracia, prestaba su sombrero para que sirviera de punto objetivo a los proyectiles de las pistolas. Don Zéfiro preparaba el baño, y ofrecía cigarrillos bonñisimos a las señoras para ahuyentar con el humo a los volátiles y dañinos insectos, todo esto sin abandonar su gravedad y parsimonia.

Se improvisó un salón de baile a la sombra de los árboles: la música atraía a los curiosos de aquellas comarcas para tomar parte de nuestro júbilo. En los interregnos del baile se tocaban aires del país tan alegres, tan expresivos, que ellos mismos que a las distintas escenas que brotaban de la situación. Sus cantos rarísimos, canti-declamados con una voz de cabeza y poco afinamiento, algunas veces eran descriptivos de aquellos lugares. Y otras producían quejas amorosas, provocaban rivalidades, o eran la expresión del amor patrio, refiriendo las hazañas de los guerreros, estos canto-recitaciones expresados en un lenguaje agreste son comprensibles por todos, pues no carecen en medio de su frivolidad de ingenio, de verdad histórica y de exactitud en la tradición. Las glosas de amor y contra él, aunque expresados con provincialismos, se impregnaban de sal ática, de sarcasmos contundentes, de ideas que arrojan el ridículo. Hay endechas que pueden servir de modelo al lanzar un epigrama, cortas, graciosas, incisivas, como éste dirigido a una zagala que se vestía de color verde:

En una jactancia incurro
Y hastel cuero se me arruga,
Vida mía;
Pensar que siendo yo burro
Y siendo usté una lechuga,
Me la comía

Al frente de nuestro campamento, bajo la protección de otros árboles, formábanse grupos que zapateaban el jarabe nacional, pespunteado por la alegre y popular jaranita, especie de bandurria de cinco cuerdas metálicas que suena libre al aire libre y bajo la influencia reproductora del eco de aquellas montañas: sus cuerdas producen notas que son ingratas a un oído acostumbrado a los melódicos instrumentos de salón; los de la jarana se perdían en los confines de aquellos montes.

Cerca de mí estaba un grupo de zagalejos que formaban algarabía sosteniendo diálogos interesantes, con fraseología, con el dialecto peculiar de los campesinos, formando modismos graciosísimos.

-¿De ónde saldría semejante curreria?
-Allí anda una retechulísima, como un lucero.
-Puede queun descuido yaiga matrimoniado, porque trai chorros en la cabeza.
-¿No vido? Aquel curro mizo señas… ¡miren qué fachoso!
-Ya caíste en la cuenta que te tiene la ala. ¿Eeh? Túeres media chiflada.
-¡Eso sí que no! Me está poniendo que hablan de mí.
-Si te dijera un porai te pudras tivas a poner creidisima.
-¡Pa qué quiero eso! ¡Si es a enfelecidá dechaparrito: tamañito ansina!
-Las curras andarán que se las pelan por posiarse el baño, y nos dejan la luna en prendas.

III

Algunos de aquellos campesinos tría consigo una caña, colocada una cuerda en los dos extremos; con un pulgar de la mano derecha la hería, y puesta en la boca la hacía vibrar, produciendo sonidos cadenciosos que modulaba con el aliento de los labios; los dedos de la mano izquierda tocaban la cuerda para amortiguar o producir distintas notas.

Varios aires conocidos preludiaba aquel instrumento, y se mezclaban con melodías para improvisar algunas variaciones. Ese instrumento, fácil para construirlo, limitado en sus notas, sin más variedad de tonos que la que podía imprimirle con los labios, no produjo armonía, pero la soledad con la sencillez del hombre que la habita. En un salón, donde el piano reproduce las concepciones de Bellini o las melodías de Schubert, poca sonoridad produciría el instrumento de una sola cuerda; pero en el campo, en el fondo de las cañadas, en las arrugas de las montañas, se transforman en melancólica aquella suavísima vibración, porque reproduce en imitativos arpegios los acentos del dolor y los himnos pastoriles. Las almas sensibles a lo bello, a lo ideal, a lo que lleva la marca excelsa de lo grandioso y magnánimo, se ponen acordes entre sí cuando son sus intérpretes las escenas imponentes de la Naturaleza, los murmurios de la fuente o los trinos de los pájaros canoros: la soledad tiene su voz sonora, cantos argentinos, tumores misteriosos, que hieren las fibras del sentimiento, produciendo la inspiración.

En la morada del hombre social resuenan las notas del violín o de la flauta en variadas combinaciones; mas en los desiertos tienen encanto indefinible las notas que esparce la zampoña o el arpa pastoril, afinados sólo para oírse en los campos, lejos del bullicio de las sociedades.

La poesía campestre, su música especial, sus comparaciones, pensamientos e imágenes, tocan las fibras del corazón, porque pintan, así como las del hombre más ilustrado, sus íntimos afectos. Su música se inspira en el canto de las aves, en los rumores de la selva, en el rugir de las fieras; las glosas de los campesinos, sus boleros o justicias se cantan en notas melancólicas, que semejan el aullar de la zorra y del lobo, el piafar del caballo salvaje y participa aún del berrido de las ovejas. Así el zentzontle, convierte sus armonías, imitando con dulces trinos el imponente rugir de las fieras, la algarabía de las golondrinas y los arrullos de tórtola.

IV

Había enmudecido nuestra música por no perder una nota de aquella tan sentimental que reproducía distintos ecos al pie de las colinas.

Cuando he regresado a mi hogar; cuando he oído la voz admirable de los artistas, y se han fijado en mis tímpanos, como en un fonógrafo, los trinos angélicos de la peralta, vienen también a mi memoria los del arpa de una cuerda. El hombre civilizado, así como el salvaje, arranca sonidos a su voz, a su rudo instrumento, para expresar sus sensaciones, ante las bóvedas del instrumento o ante las llanuras y los ribazos; en todas partes encontrará intérpretes fieles del sentimiento que es la verdadera poesía del corazón.

Nuestra música tocaba por intervalos al agitarse la danza; volvía a dejarse oír la jaranita con tal dulzura que creíamos sería un hábil profesor quien arrancaría esas notas sentimentales. Después supimos que aquel músico se dirigía sólo por el oído, pues era ciego. Escuchamos sus acentos con veneración y con respeto. Afinó su instrumento; dio a su voz una triste entonación, y lo escuchamos con religioso silencio. Cantaba sus desgracias, la negación de la luz, los azares de su vida y su cristiana resignación.

Yo transcribí sus quejas una a una para traducirlas a un lenguaje menos incorrecto e insertarlas en fugitivas páginas. Los poetas alemanes en sus lamentaciones no son tan tiernos como los cantos del hombre en su desgracia eterna.

V

“Niño aún perdí a mis padres: me dejaron un nombre sin macilla; eran pobres y no tenían en donde reclinar su cabeza; heredé su fe, su amor a mis semejantes, la resignación en las vicisitudes; por eso sin quejarme, sin gemir, las ofrezco a Dios en sus altares”.

“Recorro los páramos y los pueblos, sin guía y son luz, llamo a las puertas implorando caridad cristiana; me reciben con amor, porque el Señor puso en el alma de sus criaturas las virtudes que encarecen sus preceptos: donde quiera que se oyen los acentos de vihuela llueven sobre mi los consuelos y la celeste caridad. Yo mando a Dios mis bendiciones como una ofrenda que coloco en sus altares”.

“Visité Jalisco: crucé sus barrancas cubiertas de platanares y tamarindos, de aromáticos chirimoyos y de naranjas color oro. Guadalajara me recibió en su seno: canté la hermosura se sus hijas, las hazañas de sus héroes, la gloria de sus poetas… ¡Ay! ¡Es tan consolador admirar a Dios al pie de sus altares…!”

“Llegué a Zacatecas la de las piedras argentíferas; fraternicé con los hombres que habitan los antros obscuros de sus montañas; me calentaron los rayos de su ardiente sol cuando la nieve congelaba mi sangre; tomé a raudales el vino generoso que producen sus vides y liban sus hijos; me arrodillé en sus templos, eleve mi oración a Dios en sus altares”

“Aguascalientes fue mi ilusión de niño; oí hablar de sus bellezas, de sus aguas benignas, de sus frondosos huertos, de sus hijas llenas de encanto y de voluptuosidad; pisé las anchas calles de su capital simpática: recorrí sus jardines, visité las tumbas de sus mártires; oí el tañer de sus campanas; descansé al pie de sus soberbios edificios y de aquellos árboles que brindan frutos delicados, oí el rumor de sus fuentes, toqué los rosales que despiden miel y aromas; traté a sus hijas, cuyo acento es melodía, su mirar de fuego, su corazón de oro, sus palabras de arcángel”

“He admirado este Edén en que Dios deposito sus galas, donde está su trono, donde se quema el incienso a toda hora en sus altares”

“Hoy, le envío con las notas de este instrumento mi bendición y mi despedida ; emprendo de nuevo mi camino, sin luz mi guía; donde quiera que me arroje el destino recordaré los beneficios que recibí de su suelo hospitalario; recordaré las lágrimas de sus vírgenes, conmovidas con mis cantares, y las oraciones de los niños cuando me conducían de la mano al templo santo para bendecir a Dios al pie de sus altares”.

VI

Aquella voz se extinguió como se extinguen en el santuario las voces aflautadas del órgano, y la ferviente entonación con que se canto un salmo: Nuestros ojos se habían humedecido, con las relaciones del que sufre, la viva fe del que espera, la resignación inagotable del que cree.

Doña Purificación, que carecía de una moneda en aquel momento depositó en un platillo sus arracadas de oro, los circunstantes, obrando bajo las mismas impresiones, vaciaron en él su bolsillo para socorrer al desgraciado que hería nuestra alma con la ternura de sus silvas poéticas.

Cuán distantes estábamos de imaginar que en aquella fiesta, preparada para reír y gozar, formando la caricatura de todo lo serio, brotarían a raudales, para formar contraste, los acentos de la zampoña y de la guitarra los conmovedores arpegios de un laúd.

Volvimos a nuestros lares lamentando se deslizaran las horas con rapidez. Salimos de la ciudad cuando alumbraban nuestro júbilo, volvíamos a ella a la última hora de la tarde, cuando la noche nos envolvía entre sus sombras, para velar nuestra tristeza con su silencio misterioso.